martes, 22 de enero de 2013

Una cosa no quita la otra.

7:00 Me levanto.
7:15 Termino de desayunar.
7:40 Termino de arreglarme.
7:50 Termino de preparar las cosas y salgo de casa.
8:10 Llego al instituto.
8:15 Comienzan las clases.
Y hasta las 14:30 no vuelvo a casa.

Todos los días son así, simple rutina. Casi nunca suele pasar nada nuevo, diferente. Los días no son buenos ni malos, solo son días. En ninguno de ellos sucede algo que sigue en mi cabeza cuando llego a casa. Excepto hoy.

Serían alrededor de las 8:07 cuando subía la calle que separa mi casa de la rotonda que hay antes de mi instituto. Es una cuesta un poco pesada, pero me despeja. Me permite mantenerme despierta por lo menos hasta segunda hora. Nunca pasa nada interesante mientras subo esa cuesta, o igual voy tan dormida o tan concentrada en mis auriculares que no me importa lo que pase alrededor. 
Aunque sí que me fijo en la gente con la que me cruzo. La mayoría estudiantes, jóvenes que van a la universidad, o a otro centro de estudios cercano al mío. Personas mayores que van al médico o gente paseando a sus mascotas. Lo normal. 
Todos los días paso por el mismo banco antes de llegar al instituto. Ese banco se encuentra enfrente de otro banco. Son bancos diferentes. En uno descansas después de una larga caminata, o te sientas a observar el paisaje. El otro se dedica a lo contrario: te agota, te quita el sueño, te oprime el pecho en algunas ocasiones exigiéndote dinero que ni siquiera sabes de dónde sacar. Una palabra para dos significados tan distintos. En uno de esos bancos, no hace falta decir en cual, habita una señora. Una señora que siempre está envuelta en mantas y cartones. Nunca le he visto la cara, hasta hoy. Cada vez que paso está durmiendo, arropada hasta arriba con edredones. Edredones que al verlos piensas: parecen calentitos. Parecen calentitos en una casa con la calefacción puesta a veinte grados, no en la calle, a las ocho de la mañana con dos grados calándote los huesos de frío. Hoy por fin le he visto la cara, y en lugar de parecer deprimida por su situación (yo lo estaría) tenía una expresión de satisfacción en el rostro. ¿Por qué? Se preguntaría cualquiera. Por algo tan simple como estar enfrascada en la lectura. 
A muchos esto les parecería ridículo, pues para la mayoría los libros no sirven más que para dar quebraderos de cabeza en época de estudios o avivar la lumbre en invierno. Pero para la señora no, ni para mí tampoco. Esta mujer parecía completamente abstraída del mundo tan horrible en el que vivimos. Parecía como si no le importara estar durmiendo en la calle en pleno enero, es más, parecía disfrutarlo. 
Cada día estoy más convencida que leer un libro puede salvar vidas, puede sacarte de una depresión o meterte más en ella, y puede hacerte la persona más feliz del mundo por unas horas. 
Y aun así esto me parece tremendamente injusto. Injusto que alguien que tenga tan poco en la vida pueda ser feliz con esa facilidad, mientras que gente que lo ha tenido todo en su vida se empeñe en hundirse en su propio sufrimiento por mero aburrimiento. Injusto porque esa señora podría haber estudiado lo que hubiese querido y podría estar ahora mismo en un hogar digno, sin tener que pasar frío o hambre. Porque igual esa señora fue sacada de un colegio por cualquier razón, cuando ella disfrutaba estar entre libros, apuntes y conocimiento, y debido a esa falta de formación ahora tenga que vivir en la calle. ¿Y si esa señora encierra en su mente la cura contra el cáncer pero por no haber tenido dinero o tiempo se llevará ese saber a la tumba? 
Aun así aquella mujer no parece querer dejar de hacer lo que le gusta. Porque no tener un techo bajo el que dormir no implica querer pasar un buen rato entre las páginas amarillentas de un libro que has leído veinte veces, o el olor a nuevo de un libro que te mueres por leer. No tener un techo bajo el que vivir no quiere decir que no tengas inquietudes o deseos que van más allá del dinero. Pero claro, cómo se va a creer esto mi generación, si lo mejor que sabe hacer con un libro es usarlo para nivelar una mesa coja. 

domingo, 13 de enero de 2013

Año nuevo, la misma mierda.

De verdad esperaba que el año empezara bien, o al menos, mejor de lo que terminó el anterior. Esperaba que este año pudiera cambiar en algo la mala racha de todos, que ocurriera una especie de milagro navideño, que todo fuera felicidad, que todo fueran risas, que lo malo dejara de importar.
Supongo que no. Soñar es gratis, dicen, pero lo que no te cuentan es lo caro que te sale volver a la realidad después de soñar. Todos los días me acuesto con ganas de cambiar, de comerme el mundo. Durante la noche sueño que soy quien de verdad quiero ser. Que no me disgusta lo que veo en el espejo, que no me importa lo que digan cuatro tontos, que me enorgullezco de lo que soy, he sido y seré algún día. Que tengo las ideas claras, que mis metas por fin se van a cumplir. Sí, sueño muchas cosas, pero cuando me despierto con el golpe de la alarma del móvil todo se esfuma, como si me hubiesen despertado con un chorro de agua en toda la cara, y todas esas cosas buenas se van por el desagüe. 
Lo cierto es que me dan miedo los espejos, y que dura más en mi cabeza una palabra mala que mil buenas. Que la inseguridad cada día es más grande que yo, mientras me hago pequeña en una esquina de mi habitación. Que esas ganas de comerme el mundo se esfuman, porque ni siquiera puedo pronunciar la palabra comer sin que me entre un escalofrío. Porque es difícil hacer una vida tranquila cuando todo cuenta. Cada bocado. Cada caloría. Cada lágrima. Cada palabra. ¿Todo cuenta? No, no todo. El tiempo invertido en ejercicio, el tiempo en comer lo mejor posible, el tiempo empleado estudiando todas y cada una de las palabras de aquel libro cuyo número de páginas superan hasta el número de las pesadillas que me atormentan últimamente cada noche, que no son pocas. ¿Para qué? Para que en la báscula sigan subiendo dígitos sin que pueda evitarlo, al mismo tiempo que las calificaciones, que bajan acompañadas de mis expectativas de futuro, que cada vez son menos, por no hablar de mi grado de autoestima, que brilla por su ausencia. 
Sin duda, lo que yo creía que iba a desaparecer con el 2012, en 2013 va a peor. Y mañana es lunes.